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Viena Más que café

En cualquier café que se precie no hay menos de 10 o 15 diarios y revistas auropeos y estadounidenses

El camarero va mejor vestido que la mayoría de los que ocupan las mesas. Hay más periódicos que en muchas bibliotecas. Y los asientos son más cómodos que los de casa. Estamos en un café vienés. No una cafetería, ni un bar, ni un restaurante de lujo. En una Wiener Kaffeehaus, una de las instituciones con más solera de la capital del Danubio que, aparte de imán de turistas, sigue conservando mucho del espíritu de esta ciudad.

Disfrutar de un café vienés, del local y de la infusión, requiere paciencia, tiempo libre y calma. Mucha calma. Al café se va a charlar, a jugar a las cartas, a leer, a escribir... a pasar el tiempo. Refiriéndose al Café Central, el escritor Alfred Polgar decía que era un lugar para personas que deben matar el tiempo sin que el tiempo los mate a ellos.

Uno llega, se sienta, espera (un buen rato) a que acuda el estirado, correcto y un tanto prepotente camarero (su aire de superioridad que es parte del juego). Y entonces hace su pedido. Se puede elegir el típico Melange, el Verlängerter, el Kapuziner, el Kleiner Brauner, el Café Latte o el Franziskaner... la elección es difícil y la variedad embriagadora para el español, acostumbrado a elegir entre uno solo o uno con leche. Y al menos ahora llevan nombre. Durante años, el camarero presentaba al comensal una paleta de colores en los que la gradación del tono era proporcional a la intensidad del café.

Una vez que se ha pedido, se para el tiempo. En cualquier café que se precie no hay menos de 10 ó 15 diarios y revistas europeos y estadounidenses a disposición (a comienzos del siglo XX el Central ofrecía 250 periódicos en 22 idiomas). Así que uno coge el Der Standard o saca un libro (hay que reprochar a los Kaffeehäuser que no tengan ABC. Si visita usted Viena, tráigalo de casa para que el disfrute sea total) y a relajarse. Una hora. O dos. O más. Ningún camarero se atreverá a apremiar a un cliente que hace rato terminó su consumición. Eso no ha cambiado en 100 años. En su autobiografía «El mundo de ayer» Stefan Zweig recuerda los cafés vieneses de su adolescencia como «una especie de club democrático... donde cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas charlando, escribiendo, jugando a las cartas... y consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas».

Con Freud y Klimt

Al mudarme a la ciudad, cuando aún tenía tiempo libre, el café fue un refugio impagable. Más barato que el cine y más acogedor que la biblioteca, dónde no se puede fumar, comer ni hablar en voz alta. Una especie de sala de estar comunitaria donde te sientes en casa sin estar en ella. Locales no faltan: el Landtmann, donde tomaba café Freud; o el Museum, en el que se podía ver a Klimt o Schiele; o el Sperl, cerca de la Academia de Bellas Artes y al que acudía Hitler antes de que cambiara el pincel por el fusil.

Desde la fundación del primer café en 1683 (dice la leyenda que con los granos que dejaron abandonados las tropas otomanas tras su asedio a Viena) el Kaffehaus ha sobrevivido a cambios y crisis. Superó la falta de grano por el bloqueo en las guerras napoleónicas y sobrevivió a las atrocidades de nazismo. De momento, la cultura del café resiste el ataque del «fast food» y de los establecimientos de «café para llevar», aunque éstos ya han desembarcado en Viena. Pero un café en un vaso de cartón y con prisas jamás podrá competir con la lectura del diario con un buen Melange sobre la mesa, en el local donde desayunaban Freud o Klimt.

ABC.es

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